martes, 31 de agosto de 2010

Sabor a pintura de labios.

Imaginé la tarde, al otro lado de la ventana. Ni una nube debía de estar sobre Buenos Aires, ni una nube que empañara la luz. Sería un cielo con inmovilidad de cristal. ¡Lo imperturbable que estaría el azul!, pensé. En cambio, la brisa que a ratos se me tiraba sobre el cuerpo desnudo me hizo pensar en que una mujer, cualquier mujer que anduviese en ese momento por las calles, tendría que sujetar las faldas de su vestido para que el viento no se las levantara.
Me miré. Caderas cuadradas, largas piernas. Un cuerpo bastante joven, blanco, y liso. Qué curioso. El cuerpo era mío. Desde siempre, desde que yo podía recordar, el cuerpo estaba ahí, acompañándome. No ante mí, sino conmigo. Más fiel a mí que al mundo. Pero, precisamente, el ser mío, el que fuera yo quien lo tuviera, lo hacía distinto de mí. No era un objeto. Eso no. Mi cuerpo no estaba al final de una perspectiva sino que era mi perspectiva. Sin embargo, ¿no era mi cuerpo la parte con la que mi yo empezaba a apropiarse de todos los objetos del mundo? (¿o quizá la parte por la que el mundo empezaba a invadirme con sus objetos?). Miré y remiré mi cuerpo: entreveía las órbitas de los ojos; si cerraba un ojo, la punta de la nariz; y a medida que la mirada iba hacia las regiones más distanciadas de los ojos me vi como un ancla. El cuerpo era mi anclaje en el mundo.
(El Grimorio 1961)

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